La física actual nos dice que el 97% del interior de los átomos son espacio vacío. El vacío debería ser para nosotros algo natural, es difícil imaginar un átomo, o un electrón. Pero no debería ser difícil para nosotros imaginar un vacío, el vacío es nada, es negro, es simple. Y sin embargo, algo se nos enciende al repetir la frase anterior. Una especie de alarma que nos avisa que algo irremediablemente está mal. Es un instinto, que nos dice que el vacío no puede ser algo inmutable, estable y estático. ¿Como puede estar vacío?. ¿No está todo hecho de «algo»?. Pero, si en vez de mirar adentro miramos hacia afuera, hacia la inmensidad del espacio, uno no puede evitar tener la misma sensación como si ambas cosas estuviesen inevitablemente conectadas. La proporción de materia y vacío en el espacio parece guardar relaciones muy parecidas. ¿Te imaginas lo inmensamente lejos que está el sol sabiendo que en él se queman cada segundo 4 millones de toneladas de hidrógeno?. ¿Cómo será esta distancia para que desde aquí su tamaño aparente sea el de un balón de baloncesto?. Y eso no es nada comparado con la distancia a la estrella más próxima, que a su vez es ridícula en comparación a la distancia al centro de nuestra galaxia, y nada si se compara con la que hay hasta nuestra galaxia satélite, Andrómeda. La escala de lo que nos rodea parece asemejarse a una loca escala logarítmica que a cada paso pareciese acercarse más y más al infinito. Supongo que el vacío es inherente a la propia materia y una consecuencia de su estructura y existencia. Y, aunque el modelo atómico es solo una representación de la realidad, es bonito pensar que lo minúsculo y lo enorme guardan una hermosa simetría aún obedeciendo a naturalezas distintas.

Cúmulo de galaxias observadas por el Hubble.